Uno se acostumbra a todo. Es una frase que se escucha mucho, y que suelo repetirme cuando hago revisión de mi situación laboral. Te acostumbras a Cavite. Te acostumbras a el Antonio Gala. Pero es una verdad a medias, porque tarde o temprano llega algo que te recuerda que las cosas han sido diferentes, que pueden serlo, y la anestesia desaparece, y la nostalgia y la añoranza te golpean con fuerza. En este caso, mi algo ha sido un alguien. Paseando a la peque nos hemos encontrado con una antigua alumna: Cristina. Desde que la conocí congeniamos. Es una chica encantadora, con su pentáculo, su simpatía, y a veces hasta con su Death Note o con orejas de gato (no, no hay foto :-), tengo que respetar su intimidad). Y al saludarla, me he dado cuenta de lo que echo de menos dar clase. Dar clase de verdad, como yo lo entiendo. Compartiendo, hablando, aprendiendo. Dar clase a gente como ella. A jóvenes, más que a niños. No soy un buen profesor para primero de ESO. A duras penas lo soy para segundo. Hay demasiadas cosas que deben hacerse sistemáticamente, y demasiadas que no puedes hacer. En Cavite al menos tenía a mis tres alumnos de DICU, y a los diez de Cultura Clásica, que era mi escapada semanal. Ahora no tengo nada. Tres primeros de ESO, lo cual implica dar tres veces lo mismo. Y lecturas de primero por duplicado. Todo ello para huír de una organización de los cursos traicionera de la que me habían advertido. Pero me aburro. No hay ilusión, sólo rutina. Y yo no soy así en las clases, no me gusta ser así. Pero no me han quedado muchas más opciones. Este año. A ver qué tal sale el concurso de traslados.
Afortunadamente, tengo las tardes, con mi peque, que me sirve de asidero, o como diría Evanescence, de torniquete.
J.
El frío de la Alpujarra sería más llevadero con compañeros tú.