Al final, resulta que casi todos tenemos a esa persona por la que nos damos cabezazos, con la que nos damos cabezazos. Que nos vuelve más irracional de la cuenta, que sigue siempre presente aunque se haya ido, o que no acaba de llegar nunca por mucho que lo deseemos.
¿Por qué? No lo sé. Porque quizás la naturaleza humana va unida al deseo y a la pérdida, porque lo real es eso, real, y acaba desgastándose. El corazón tiende hacia lo perfecto, y lo perfecto es imposible. Idealizamos lo que perdimos o lo que no hemos llegado a tener. Pero eso no hace que los sentimientos sean menos reales, que el dolor menos intenso, que la inmensa alegría de un minúsculo avance sea menos cierta.
¿Hay cura para eso? Supongo que seguir viviendo. Entender que esto es un proceso, no una meta, y que si nos perdemos el camino nos hemos perdido todo. Comprender que no debemos anclarnos a ningún camino. Que si no nos atrevemos a ir dejando atrás el lastre y no nos atrevemos a explorar lo que va surgiendo ante nosotros, no nos queda nada. Es complicado. Hay que irlo recordando continuamente, o casi continuamente. Aunque a veces hay palabras, momentos, personas, que nos permiten olvidar todo lo que pesa y lo que duele con inmensa facilidad. Disfruta ese instante. Porque es único. Disfruta ese abrazo, porque nunca se repetirá exactamente igual. Esa risa, ese sabor, esa caricia.
Y cuando te vuelvan los cabezazos, recuerda que eso también pasa. Escapa un rato, reponte, cambia tu vida. En cuanto puedas, sea antes o después de llorar.
Hay cosas estupendas para ti ahí fuera. Seguro. Gatos. Tés. Laberintos. ¿O eso era para mí? Gatos invisibles, tés compartidos, laberintos y sus señoras. Puede ser. No sabría asegurarlo. Aún estoy en el camino. Y aún a veces me pego cabezazos.
J.
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